Gabriel Otero, Macarena Orchard, Pedro Valenzuela, Lidia Casas, Constanza Pérez y Claudio Fuentes – CIPER
“Entre quienes miran la convivencia con más dureza se encuentran las y los “Desencantados” (45,6%). Para este sector, la vida en común en Chile se ha deteriorado gravemente en los últimos cinco años, y esa sensación se traduce en emociones intensas: miedo, rabia, pena y decepción. El espacio público lo perciben como un lugar hostil, dominado por la desconfianza, la irritabilidad y, en ocasiones, incluso la violencia. En sus barrios suelen no tener amigos ni vínculos con los vecinos, y expresan un fuerte rechazo hacia inmigrantes —colombianos, venezolanos, haitianos y peruanos—, así como hacia personas de izquierda, de clase baja y homosexuales. También, sienten que la sociedad está perdiendo el rumbo y se encuentra en un estado de anomia: cada vez menos personas respetan las normas, las autoridades no logran mantener el orden y el país, a sus ojos, se está desmoronando. Sociodemográficamente predominan adultos y personas mayores de nivel socioeconómico alto, con inclinación política hacia la derecha, preferencia electoral por Kast y una mayor presencia en la Región Metropolitana y la zona central del país.
Otras y otros, a quienes llamamos “Decepcionada/os” (26,5%), comparten la idea de que la convivencia se ha deteriorado, pero lo viven con menos rabia que los anteriores. Aquí predominan la pena y la decepción más que el miedo o la ira. El espacio público lo sienten poco amable, con interacciones marcadas por la indiferencia, la irritabilidad y la violencia. Sin embargo, en lo barrial se abre una pequeña ventana: aunque no destacan por una vida comunitaria intensa, tampoco se aíslan por completo. Muestran mayor disposición que las y los Desencantados a aceptar inmigrantes y minorías, aunque coinciden en pensar que el respeto por las normas va en declive y que el país atraviesa un desorden difícil de controlar. Sociodemográficamente son un grupo diverso y transversal: no se concentran en un género, edad, nivel socioeconómico, zona geográfica o posición política en particular.
Finalmente están las y los “Optimistas” (27,9%), quienes ofrecen una mirada distinta y más luminosa. Para este grupo, la convivencia es relativamente buena y no ha cambiado demasiado en los últimos cinco años. Sus emociones son variadas, pero predominan la alegría y la tranquilidad, dejando en segundo plano la rabia o el miedo. En el día a día valoran la amabilidad y el respeto, sin asociar la convivencia con percepciones de violencia o temor. En el ámbito barrial muestran un tejido comunitario más sólido: suelen tener amigos, conversar con sus vecinos y participar en dinámicas de apoyo mutuo. También destacan por ser más inclusivos, con disposición a convivir con inmigrantes, personas de izquierda, de clase baja y homosexuales. A diferencia de los otros dos grupos, no creen que el país está desmoronándose ni que se haya perdido el respeto por las normas. Sociodemográficamente predominan jóvenes y adultos de nivel socioeconómico bajo, con mayor identificación política con la izquierda, preferencia electoral por Jara y residencia principalmente fuera de la Región Metropolitana.
Los tres perfiles que emergen de la encuesta trazan un mapa diverso de cómo entendemos la convivencia en Chile. Hay quienes la viven como un terreno áspero, marcado por el conflicto y la desconfianza; otros la miran con decepción, como algo que se ha ido perdiendo lentamente; y están también quienes rescatan lo positivo y apuestan por la posibilidad de seguir construyendo espacios de respeto. A pesar de estas diferencias, todos coinciden en algo: sienten que las reglas que ordenaban la vida en común ya no funcionan como antes. La diferencia está en cómo se interpreta ese quiebre: para algunas y algunos significa caos y pérdida de control; para otras y otros es un desgaste inevitable, asumido con cierta resignación. Quienes miran con más esperanza, en cambio, ven en medio de esa fragilidad una oportunidad para ensayar formas más abiertas e inclusivas de vivir juntos. En definitiva, lo que revela la encuesta es que la convivencia no constituye una experiencia única ni lineal, sino un entramado de ambivalencias donde emociones y prácticas se entrecruzan, se contradicen y disputan entre sí el horizonte de sentido sobre cómo queremos habitar en común el país.
Al igual que en otras dimensiones de la vida social, las emociones y experiencias sobre la convivencia no quedan en lo privado: reconfiguran nuestras posiciones políticas y colectivas. La forma en que valoramos o cuestionamos la convivencia influye en cómo dialogamos, a quién apoyamos y qué futuro proyectamos. La convivencia social es, así, un terreno de disputa que atraviesa los debates sobre derechos y cohesión social. En un año electoral, las actitudes frente a ella no solo dividen opiniones, sino que expresan proyectos de sociedad en tensión. Y aunque no corresponde a quienes escribimos esta columna establecerlo, la encuesta muestra que para la mayoría de la ciudadanía convivir en Chile hoy es más difícil que en el pasado. Reconocer esas carencias y hacerse cargo de ellas es una tarea urgente: una parte importante de la gente no está contenta, y la política —toda la política— debe asumir esa responsabilidad. Este es un desafío ineludible y, al mismo tiempo, el punto de partida para pensar un país más justo, más solidario y realmente capaz de habitar sus diferencias sin quebrarse en ellas”.
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