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El dilema del perdedor


Medio:

Los procesos electorales no son perfectos. Entonces, aunque los comicios se realicen cumpliendo estándares democráticos -y más allá de resultados apretados-, ¿por qué algunos perdedores desconocen las cifras de las autoridades electorales, alegando “fraude” y prolongando la confrontación? ¿Son “malos perdedores”, sin convicciones democráticas? ¿O existe algún cálculo político encubierto en esta conducta?

Desconocer resultados electorales es más común de lo que se cree. El politólogo Víctor Hernández ha construido una base de datos de elecciones presidenciales competitivas (1974-2012). De todas ellas, en el 22% de los casos alguno de los candidatos presidenciales desconoció los resultados y alegó fraude. Actualizaciones de dicha data indican que las proporciones han aumentado en los últimos años, lo cual se presume como “efecto de demostración”. No solo han sido Donald Trump o Keiko Fujimori los contendientes inconformes.

Rechazar resultados electorales implica asumir costos políticos que no son menores. Por un lado, se corre el riesgo de desprestigio personal y de no endosar valores democráticos, si los reclamos son infundados. Además, hay un costo institucional elevado, pues disputar las cifras oficiales desgasta la legitimidad del sistema electoral y político. Pero refutar la contabilidad de los votos también puede generar réditos políticos. Primero, reclamar “fraude” puede generar cohesión entre los seguidores y, asimismo, dependiendo del discurso en el que se enmarque la interpelación, victimizarse puede aglutinar capital político para una futura oportunidad. Ello fue, en cierta medida, la estrategia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) el 2006 en México, la cual le permitió afianzar una narrativa anti-establishment y gestarse posteriormente una victoria sin atenuantes.

En el caso actual de Keiko Fujimori en Perú, estamos ante un ejemplo de Trump meets AMLO. La reacción de Fujimori de reclamar “fraude en mesa”, impugnar actas electorales y solicitar una auditoría de la OEA, no debe entenderse simplistamente como la réplica de un repertorio de ultraderecha. Más bien, su conducta es comprensible como una táctica política de afianzamiento de una coalición política amplia y opositora a Castillo (desde liberales como los Vargas Llosa, la derecha tradicional limeña, y sectores conservadores) y como una estrategia de genuina representación (29% de peruanos aprueba su conducta post-electoral, según IEP).

En un contexto de degradación institucional (popular cierre del Congreso en 2019, destitución presidencial en 2020) y de descrédito del sistema electoral (la desconfianza en el sistema electoral llegó al 44,7% en 2019 según LAPOP), la derecha peruana -con y sin antecedentes autoritarios- ha encontrado el clima adecuado para defender sus intereses ideológicos (la Constitución de 1993) con cierto respaldo social. No es la tiranía del trumpismo peruano, sino la dictadura de la opinión pública polarizada, en medio de un descalabro institucional.


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