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Voto voluntario y la ilusión de la representación (o como la democracia se fue vaciando de electores)


Medio:

En 2009 el Congreso modificó el voto obligatorio por uno voluntario. Diez años después se constata la caída estrepitosa de la participación: menos del 50% para elecciones presidenciales  y menos del 40% para las de alcaldes y concejales.  Así, un presidente que obtiene más del 50% de los votos, en realidad representa menos del 30% de la ciudadanía. ¿Cómo no se previó este efecto perverso para la democracia? Claudio Fuentes reconstruye la discusión que ese proyecto concitó en el Congreso y las alertas que no fueron escuchadas. Todos saben que es urgente volver atrás, pero Fuentes cree que el pragmatismo dominará por sobre las convicciones, mientras la democracia se seguirá vaciando de electores consolidando “el gobierno de los pocos para los pocos”.

En las anteriores columnas publicadas en CIPER, he intentado dilucidar por qué se aprueban normas que debilitan y no fortalecen la democracia. ¿Qué lleva a los actores políticos a tomar decisiones que aumentan la desigualdad, reducen la participación y limitan el ejercicio de la soberanía popular, por ejemplo?

La reforma al sistema de votaciones en Chile es ilustrativa de este problema.

Hasta antes del año 2009, el país contaba con un sistema de inscripción voluntaria en los registros electorales y concurrencia a votar de carácter obligatorio.  Ese año, un gobierno de corte progresista liderado por Michelle Bachelet, patrocinó un proyecto que se discutió en el Congreso y que tendría fuertes consecuencias para el sistema democrático: se estableció un sistema de inscripción automática y de voto voluntario.

La reforma era de carácter constitucional por lo que requería de un significativo acuerdo político. El dilema era el siguiente: desde el retorno a la democracia se estaba produciendo un progresivo envejecimiento del padrón electoral, producto de la baja proporción de jóvenes que se inscribía para votar. Así, como la población se incrementaba año a año, la proporción de ciudadanos que participaba de las elecciones comenzó a reducirse drásticamente. Pese a que tanto en las elecciones presidenciales de 1989 y de 2005 concurrieron a votar poco más de 7 millones de electores, la proporción de mayores de 18 años que participó en 1989 fue de un 87%, mientras que en 2005 alcanzó al 64%.  En las elecciones municipales que se verificaron en el 2006, la cifra no llegó al 60%.

Ante un padrón electoral virtualmente congelado, los actores políticos propiciaron un sistema que asegurara que todas las personas a los 18 años tuvieran la opción de votar (inscripción automática), pero se inclinaron por reformar el sistema para hacerlo voluntario. La iniciativa original la presentaron los senadores José Antonio Viera Gallo (PS),Antonio Horvath (Independiente), y Sergio Romero y Alberto Espina de Renovación Nacional (RN). La moción parlamentaria data del año 2004 y en ella argumentan que el voto obligatorio con sanciones -como existía en Chile- era antidemocrático, limitaba la libertad de los ciudadanos, convirtiéndolos “en entes cautivos de un sistema que se agota en la mera formalidad electoral” (Historia de la Ley 20.337, pág. 3).

Los estudios de opinión mostraban que más del 60% de la ciudadanía favorecía el voto voluntario. Aunque algunos congresistas levantaron alarmas sobre el impacto que podría tener este cambio, primó la voluntad mayoritaria de establecer un sistema de inscripción automática y voto voluntario.

Diez años más tarde y transcurridas varias elecciones, observamos una caída estrepitosa en la participación electoral con niveles menores al 50% para las elecciones presidenciales, y menores al 40% para las elecciones de alcaldes y concejales. Un presidente que obtiene más del 50% de los votos, en realidad está representando menos del 30% del total de la ciudadanía. Así, por ejemplo, el Presidente Sebastián Piñera, en las elecciones de 2017 fue votado por 3,7 millones de electores que representaron el 54,6% de los que concurrieron a votar, pero en la realidad aquella cifra representa solo el 26,4% del padrón electoral. Se genera una verdadera ficción en la representación.

Entonces, ¿por qué los y las legisladoras no fueron capaces de prever esta situación? ¿Acaso nadie les advirtió que bajo un sistema de votación voluntaria se reduciría la participación? ¿Estaban los congresistas esperanzados en que la ciudadanía saldría a votar entusiasmada por ellos por tratarse de un ejercicio libre y voluntario?

En realidad las advertencias sobre una eventual caída en la participación electoral con un sistema de votación voluntaria se hicieron ver a los congresistas en varios momentos del proceso de discusión de la reforma. Porque si existe una evidencia robusta es que las mayores tasas de participación se dan cuando el voto es obligatorio con sanciones efectivas.En cambio, las tasas menores se dan en países donde el voto es voluntario. Varios invitados(as) a las comisiones del Senado y la Cámara de Diputados remarcaron este punto.

Pero también se señalaron otras consecuencias. El cientista político Carlos Huneeus comentó en la Comisión de Constitución del Senado que el único país que reemplazó el voto obligatorio por uno voluntario fue Venezuela en el año 1994, y la consecuencia fue devastadora en la participación. Agregó que el voto voluntario provoca no solo una reducción en la participación, sino que, además, una desigualdad crucial dado que son las personas más interesadas en política (y por lo tanto, con mayores niveles de educación) quienes concurren a votar.  El voto tendería a elitizarse en la medida en que serían los sectores socioeconómicos más altos los que concurrirían con mayor intensidad a votar.

Huneeus entregó a los senadores un segundo elemento importante: el otro impacto se relacionaba con el financiamiento electoral, dado que con un sistema de votación voluntario, se incentivaría el “acarreo”. Los partidos y candidatos que tuviesen mayores recursos económicos, tendrían mayores opciones de ser electos en la medida en que su mensaje llegaría con mayor intensidad al territorio y, eventualmente, implicaría una desigualdad en el acceso a los cargos de representación.

Quienes defendían el voto voluntario basaron su argumentación en el derecho de la ciudadanía a optar por participar en las elecciones. Manfred Wilhelmy, por ejemplo, defendió aquella opción ante la comisión, indicando incluso que existían experiencias europeas a nivel comunal donde en esquemas de voto voluntario se había incrementado la participación electoral al establecer mecanismos de voto electrónico.

El proyecto era muy simple pues planteaba el reemplazo de una sola palabra al modificar en la Constitución el carácter “obligatorio” por el de “voluntario”. Curiosamente, la división que se estableció desde el inicio en torno a la obligatoriedad/voluntariedad del voto no fue ideológica. Algunos sectores de izquierda, centro y derecha rechazaban la idea del voto voluntario, fundados en los argumentos que se insinuaron anteriormente.

Llamaba la atención la postura de Pablo Longueira (UDI), por ejemplo,  quien al momento de votar justificó su rechazo al proyecto indicando que, así como la ciudadanía tenía derechos también debía tener obligaciones. Longueira llegó incluso a predecir lo que sería la caída en la participación electoral en forma casi exacta:

“Para mí es claro lo que se va a decir cuando existan voto voluntario e inscripción automático y sufrague la mitad de los chilenos (creo que este será el porcentaje aproximado de votantes): habrá todo un cuestionamiento a la democracia, a las instituciones, a las autoridades y se producirá un debilitamiento democrático” (Historia de la Ley 20.337, pág. 186).

Era el 6 de enero de 2009 y el Senado aprobaba en su primer trámite esta importante reforma por 29 votos contra 7, con el voto en contra de los senadores Jaime Gazmuri y Carlos Ominami, del Partido Socialista; Roberto Muñoz-Barra (PPD); Pablo Longueira y Jaime Orpis  de la UDI y Mariano Ruiz-Esquide y Hosain Sabag, de la Democracia Cristiana.

El proyecto pasó a la Cámara de Diputados donde fue discutido con celeridad. Obtuvo la aprobación con el voto de 94 diputados. Solo siete de ellos votaron en contra: Jorge BurgosGonzalo DuarteCarlos Olivares y Eduardo Saffirio, de la Democracia Cristiana; Jaime Mulet y Alejandra Sepúlveda, ex DC y que ya integraban el PRI y el diputado Gonzalo Arenas(UDI).

Saffirio manifestó su extrañeza por la naturaleza del proyecto que se iba a aprobar: “Soy socialcristiano y no liberal. Por eso me llama tanto la atención que un proyecto ideológicamente liberal sea tan defendido por ministros de un gobierno que se supone de centroizquierda, o socialdemócrata, o socialcristiano”.  Y anticipó que Chile no escaparía al fenómeno de la baja en la participación con este nuevo modelo: “Esto se va a extender en el tiempo, como lo demuestra toda la experiencia comparada, lo cual constituye un factor más de deslegitimidad, oligarquización y fomento estructural de las desigualdades, porque obviamente, los que participan o votan, normalmente son aquellos más educados, más informados, características que están vinculadas siempre a los niveles de ingreso” (Historia de la Ley 20.337, pág. 204).

Aquellos que se inclinaban por el voto voluntario defendían la necesidad de romper con el congelamiento del padrón electoral y favorecer el voto como un derecho. El diputado Marco Antonio Núñez (PPD) sostuvo: “Sería una vergüenza que, por argumentos que no entendemos, no se abran definitivamente las puertas de este Congreso y de La Moneda a la participación de miles y miles de jóvenes”.  El entonces diputado Fulvio Rossi (PS) llamó a terminar con el letargo y la generación de incertidumbre en el sistema político. La diputada Lily Pérez (entonces RN) argumentó en el mismo sentido, señalando que el proyecto que se estaba votando mejoraría la calidad de la democracia y promovería la participación de las personas -particularmente de los jóvenes.

El proyecto fue despachado del Congreso el 11 de marzo de 2009 con el voto favorable de la mayoría de los legisladores.

Un año más tarde, a fines del año 2010, se aplicó una encuesta al conjunto de la Cámara de Diputados, demostrándose que solo el 46,7% de los diputados apoyaba el voto voluntario. Mientras los diputados de la alianza de derecha lo hacían en un 66,7%, aquellos de la entonces Concertación lo hacían en un 25,9% (Universidad Diego Pprtales 2011). Aunque se había producido una renovación de dicha cámara  en las elecciones de diciembre de 2009, las fuerzas políticas seguían siendo prácticamente las mismas.

Se advertía una evidente brecha entre el pensamiento ideológico -particularmente de la centro-izquierda-  y su patrón de votaciones. Y resultó evidente que la Concertación había votado solo un año antes en contra de sus convicciones ideológicas.

Los años posteriores confirmarían lo que algunos congresistas y analistas habían anticipado. En las elecciones municipales la participación electoral cayó a menos del 40% y en las presidenciales no llegaría al 50%. La democracia se fue vaciando de electores.

En el año 2011 y 2015 se presentaron mociones para restablecer el voto obligatorio de sectores tan diversos como la UDI, DC y PS. Más recientemente,  José Miguel Insulza (PS) señaló que esto del voto voluntario “no fue una buena idea” (emol, 26.10.2016). El presidente del Servicio Electoral, Patricio Santamaría, indicó que, en su opinión “el voto debe ser obligatorio” (Cooperativa 10.11.2017), y la candidata presidencial de la DC, Carolina Goic, planteó en su programa de gobierno del año 2017 la necesidad de retornar al voto obligatorio.

En el año 2018 realizamos una nueva encuesta, ahora tanto a senadores como diputados, y con una muestra que cubrió casi la totalidad de ambas cámaras (92,4%).  Descubrimos que el 66,7% de los congresistas favorece la idea del voto obligatorio, el 80% de quienes apoyan esta reforma son de la ex Nueva Mayoría, el 65% del Frente Amplio y el 50% está en Chile Vamos.

Si existe un acuerdo mayoritario en la élite del Congreso es en la necesidad de establecer el sufragio obligatorio (ver Encuesta Laboratorio Constitucional UDP 2018).

Pero difícilmente las cosas cambiarán. Como resulta altamente impopular retornar al voto obligatorio, ningún sector político se atreverá a plantear esta reforma. El pragmatismo dominará por sobre las convicciones y, mientras tanto, se seguirá vaciando el sistema democrático. Cada vez un menor número de ciudadanos y ciudadanas activos votarán por una élite que gobernará para los muchos.  El gobierno de los pocos, para los pocos y por los pocos será el resultado sub-óptimo de aquella reforma.

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